Prólogo
Este es un relato ocurrido durante mi experiencia dentro del Programa de Conocimiento de la Realidad, promovido por la Oficina de Cooperación y Voluntariado de la Universidad de A Coruña, para conocer los Programas de Cooperación Internacional de la ONGD Ingeniería Sin Fronteras Galicia en Honduras en el año 2018.
La mayor parte del escrito fue elaborado en marzo de 2020, en pleno confinamiento, aunque añadí el encuentro con los activistas en Tela en abril de 2024 (meses después me vinieron bien estos recuerdos), intentando ajustarlo lo mejor posible a la realidad, dentro de lo que mi memoria me permitió después de seis años.
Los motivos para hacer público este escrito en este momento fueron principalmente dos.
Inicialmente iban a ser dos relatos: uno sobre la experiencia en el noreste, en Cayos Cochinos, con el pueblo garífuna, más positivo; y otro en el noroeste, en Copán, con el pueblo maya, más negativo. Estaba esperando la inspiración para este último, pero nunca llegó, lo que me hizo pensar que la publicación del primero valía la pena por sí solo.
Por último, este año una persona conocida que estuvo allí me contó su experiencia, llevándome de vuelta a mi relato y haciéndome reflexionar sobre la necesidad de cerrar ciertos capítulos vitales.
Nada más, espero que al lector le guste leerlo tanto como a mí escribirlo. Que sirva de entretenimiento y reflexión. Y para mí, que sea un buen recuerdo, y para volver algún día, fuerte y ágil, a encender el fuego.
Agradecimientos a Alberte Rodríguez por las correcciones ortográficas.
PD:
Añado un último texto a este relato que me costó mucho poner, pero el corazón me dijo que lo hiciese. Esta es la tercera y última razón para publicarlo ahora.
En algún momento de julio hablé con uno de mis grandes amigos, que más que amigo es hermano, y un activista íntegro al que tengo como referencia vital. Me dijo:
— ¿Estás seguro de lo que vas a hacer?
— Sí. No me preguntes por qué, pero nunca en mi vida he estado tan seguro de algo. Voy a poner todo lo que tengo sobre la mesa.
— ¿Sabes que, llegado un punto, intentarán destrozarte?
— Sí. Asumo ese coste —dije.
— Llevo años luchando, y a mí tendrían que matarme para pararme. ¿Entiendes eso? —me dijo.
— A mí también —respondí, haciendo referencia a este relato, a la campesina, al abogado, al capitán. Pensé en mi abuelo una vez más. En mi bisabuelo fusilado y en su mujer, que murió de pena. Pensé que sí, sería capaz de dar la vida por una causa justa. Es fácil decirlo, claro. No pretendo convencer a nadie, solo a mí mismo.
Igual les molesta, pero aquí en Europa, de momento, no pueden matarnos fácilmente. Eso nos da una fuerza brutal, algo que desconcierta a los poderes fácticos. Somos incorruptibles —dije entre risas cómplices.
— No sabes dónde te estás metiendo. Vas a hipotecar tu vida.
— Estoy dispuesto.
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Encuentro con los activistas en la ciudad de Tela.
Aquel 31 de agosto llegamos a la ciudad de Tela. Recuerdo dar un paseo en un parque por los alrededores más allá de las playas y ver un grupo de gente con pancartas reivindicando algo. Yo quise acercarme allí e interesarme por esas personas y por su movilización.
Recuerdo que la mayoría eran mujeres hondureñas, y me llamó la atención la presencia de una mujer europea y anglosajona. En aquel entorno, era difícil no emitir juicios con la mirada; los hispanos llamábamos mucho la atención, y los anglosajones todavía más, por la piel y por el idioma. Estando allí, el concepto de compatriota ya no era solo del propio país, sino que se podía extender a todo el continente europeo.
Me costaba mucho articular ese tipo de relaciones que alimentaban mi curiosidad, porque ayudar no iba a poder ayudarlas, aunque quisiera. No quería ser intrusivo, pero quería conocer esas historias, cuáles eran sus luchas, sus ideas y su filosofía.
No recuerdo las experiencias y casos concretos que defendían, confieso que no (2024). Había dos o tres mujeres campesinas con pancartas que luchaban para que unas empresas, o nacionales (no recuerdo el concepto exacto que empleaban), no les robaran las tierras o no las saquearan por temas relacionados con el agua. Sí recuerdo que estaba ligado al agua, a lo que representa el agua. Presas en ríos, obras de ese tipo que amenazaban sus medios de vida. Querían expulsarlas de sus tierras y ellas luchaban por preservarlas.
Una de las técnicas cooperantes animó a una de las campesinas a contarme su situación. La campesina comenzó de forma tímida y desconfiada, pero firme y sincera en sus convicciones y en su relato general de los hechos. Cualquiera que la escuchase diría que tenía razón.
La campesina estaba tranquila, segura de sí misma, de tener razón. Corría peligro de muerte, de perderlo todo: sus tierras, su medio de vida. Y, a pesar de eso, sonreía y conservaba la alegría.
En algún momento comprendí que aquella reunión era algo más que un acto reivindicativo. Además, era un encuentro operativo para preparar algún tipo de planificación. Lo entendí más tarde, o en ese mismo instante, o simplemente comprendí que era algo que no era de mi incumbencia y que ya era suficiente para mi curiosidad que me permitiesen estar allí en confianza.
En medio de la situación llegó la conversación con el abogado, un joven más joven que yo. Yo entonces tenía 30 años y él tendría unos 25. Si la campesina era el "corazón" de ese grupo, él sin duda era el "cerebro".
Como anécdota previa para el lector, recuerdo que el segundo o tercer día que llegamos a Honduras, la técnica de nuestra socia local nos había dicho que la abogacía era "la profesión del diablo, porque tanto si estás con los buenos como con los malos, siempre acabas muerto joven".
Conecté de inmediato con el abogado. Él tenía ganas de hablar y yo de escuchar.
El abogado trabajaba en el equipo de defensa del caso de Berta Cáceres, la lideresa hondureña que había recibido el premio Goldman y que fue cruelmente asesinada en 2016. Eso me había sensibilizado profundamente.
La figura de Berta Cáceres dejó una profunda huella en mí durante mi estancia en Honduras. Había noches en las que despertaba llorando con el relato de su asesinato. Ese relato, aquí en Europa, puede parecer algo abstracto que vemos de lejos, como muchas otras historias de violencia que ocurren en el mundo. Pero cuando estás en el lugar donde ocurrió, materializas la pesadilla y el sufrimiento. El dolor está más cerca. Encontrarme con alguien directamente relacionado con ella fue algo especial.
El abogado manifestó apoyar muchas causas nobles por todo el país, lo que lo situaba siempre en peligro de muerte.
—Yo no puedo vivir en un sitio fijo, tengo que estar siempre en movimiento. Me tengo que desplazar constantemente, han intentado matarme... —relataba estos hechos gesticulando impulsivamente con los brazos, con una ansiedad palpable y su voz como si sollozara.
Me decía esto, y yo escuchaba con atención, asimilando el verdadero significado de sus palabras tiempo después, marcándome realmente para toda la vida. Podía verse y sentirse en su cara y en sus ojos una ansiedad que me hizo reflexionar mucho sobre la tranquilidad de mi vida en Galicia. Visto en perspectiva, aquel encuentro se convirtió en uno de los más importantes para mí, adquiriendo un gran significado en la configuración de mí mismo.
Este tipo se está jugando la vida por sus ideas, pensé.
Me transmitió esa ansiedad en aquel momento. Él estaba siempre en peligro y yo estaba hablando con él. Entonces yo también estaba en peligro. Todo aquel grupo estaba en riesgo de sufrir un atentado en ese mismo momento. Era un peligro real. Tomé conciencia de eso con claridad y sentí miedo. En Honduras aprendí a canalizar ese miedo que en Europa olvidamos, pero que todavía existe en el mundo.
Le pregunté el nombre al abogado y lo anoté. No tenía móvil o no quiso dármelo por motivos de seguridad. A mi vuelta a Galicia busqué su nombre regularmente para ver si encontraba alguna noticia. Incluso intenté buscar si existía algún tipo de publicación anual o listado con los nombres de activistas asesinados en los que pudiese encontrarlo. Creo que había encontrado algún listado que consulté durante varios meses, hasta que me fui a Madrid durante la pandemia y perdí la pista y la energía para seguir.
Escribiendo esta parte en 2024, recordé lo que había hecho con el nombre del abogado. Y me doy cuenta de cómo pasan los años, porque no me acordaba para nada y tampoco recuerdo en este momento el nombre del abogado. Pero el papel con el nombre tiene que estar en el escritorio de mi habitación, en la casa de mis padres, donde hice ese trabajo. O en alguno de los cuadernos de notas de aquel viaje. Aparecerá.
Hoy el abogado tendría unos 30 años y puede que esté muerto, ojalá que no. Un héroe anónimo que nos hace pensar que todavía hay personas dispuestas a arriesgar su vida por causas que creen justas.
Nos despedimos de aquel grupo y seguimos nuestro camino.
Viaje a los Cayos Cochinos
Salimos de la ciudad de Tela en dirección al puerto de Nueva Armenia, donde nos esperaba nuestro guía garífuna para visitar los Cayos Cochinos, las islas conocidas en España por ser el escenario del reality show Supervivientes.
Los garífunas son un pueblo del Caribe con raíces en los esclavos traídos de África para trabajar en las Indias. Como dato curioso, el pueblo Na'vi de la película Avatar está inspirado en ellos. Había en ese pueblo algo similar a Eywa, aunque eso son solo impresiones mías.
El pueblo garífuna habita en los Cayos Cochinos, islas de sustrato arenoso y fácilmente inundables, parecidas a la isla del maestro Mutenroi de Bola de Dragón.
Llegamos a Nueva Armenia tras un largo viaje en autobús, desde el cual pudimos ver las extensas plantaciones de palma de esa zona del país. En la estación conocimos a uno de nuestros anfitriones, un portento físico al que llamaban “Niño”, endurecido por la vida en la naturaleza de aquellas islas, como comprobaríamos más adelante.
Fuimos al punto donde tomar el mototaxi hacia el puerto. Allí compramos comida, combustible y un bidón grande de unos 50 litros de agua dulce para los días que íbamos a pasar en las islas. Recuerdo haber bebido de ella, pero principalmente era para nuestra higiene personal.
En el punto de recogida del mototaxi conocimos al “Capitán”, otro garífuna de unos 35 años, con una presencia impresionante. El físico de esta gente parecía algo genético, forjado por una vida en la naturaleza, haciendo ejercicio.
Cargamos todo en la barca, una lancha rígida de madera con un motor fuera borda de unos 50 caballos. El puerto, que más que puerto era un pequeño embarcadero, estaba en la desembocadura del delta de un río, por el cual navegamos poco más de un kilómetro hasta que vimos el horizonte del mar Caribe.
Durante ese tramo, pasamos por asentamientos en la orilla del río. Había cabañas y hogares en una ribera cubierta de vegetación que recordaba a un bosque frondoso, pero con otra flora. El agua estaba visiblemente contaminada por los vertidos humanos de esos asentamientos, sin depuración alguna. La gente nos miraba con curiosidad desde sus viviendas rudimentarias de piel y madera. Éramos extraños en un mundo ajeno.
Llegamos a un meandro largo y sinuoso, paralelo a la línea del mar, donde la barca tocó fondo por la escasa profundidad. Algunos bajaron a empujar, y escuché algo en las conversaciones sobre que habíamos llegado tarde para partir. Eran sobre las 16:00 y, por lo que recuerdo, deberíamos haber estado allí dos o tres horas antes, por cuestiones de mareas. Hice un amago de bajar, soltar mi peso y ayudar, pero desistí por orden “telepática” del Capitán. Era cosa suya y su responsabilidad.
Con más facilidad de la que parecía al principio, superamos ese obstáculo y entramos en aguas profundas rumbo a la isla de Chachahuate, el único cayo “de arena” con asentamiento permanente.
Viento en popa a toda (bueno, media) máquina. Aquella travesía por mar duró un par de horas. El Capitán al timón, haciendo sonidos y gestos extravagantes, un auténtico Jack Sparrow, surfeando y rompiendo olas. Disfrutando de su papel.
Reflexioné durante esa travesía. Recordé cuando mi padre nos llevaba a mi hermana y a mí al mar. Pensé en cómo nuestro pueblo, el gallego, compartía con el pueblo garífuna el apego al mar. Ellos no le tenían miedo al mar. Nosotros tampoco. Lo cual no quitaba que le tuviéramos respeto.
Cuando comenzamos a divisar en el horizonte todo el sistema de Cayos Cochinos, nos dimos cuenta de que íbamos a un lugar muy especial.
Anclamos en la playa de la isla de Chachahuate, capital de esa nación. A posteriori supe que tenía un par de cientos de habitantes y unas pocas hectáreas de superficie. Fuimos bien recibidos, sobre todo por los niños. No éramos unos turistas cualquiera, y teníamos la suerte de contar con el respeto inicial del Niño, del Capitán y, más adelante, del Pequeño. Aunque no era difícil percibir cierta desconfianza y distancia por parte de algunas personas. No dejábamos de ser intrusos.
Antes de instalarnos, nos bañamos en el mar para refrescarnos y aliviar un poco el cansancio del viaje que había comenzado unas diez horas atrás. El agua estaba limpísima. Se bañó con nosotros un niño de unos seis años y jugamos con él en el agua. Mostró unas habilidades que, al menos a mí, me parecieron impresionantes para un niño de su edad.
Descargamos y fuimos a instalarnos en la que sería nuestra cabaña base. Una choza de madera de dos pisos, con techo a dos aguas. En la planta baja, una cocina con despensa, con el suelo directamente sobre la arena, donde dejamos el bidón de agua y toda la carga que traíamos.
En el piso de arriba estaban las camas, cuatro o cinco, dispuestas de tal forma que era fundamental elegir bien, porque la disposición podía suponer un buen o mal descanso. Un sentimiento muy claro fue la percepción de una fauna oculta en esa cabaña, y en esa estancia en particular. Lo sentí, aunque no esperaba lo que vendría después, eso también es cierto.
Fuimos a lo que se podría llamar la plaza de la isla, y nos sentamos en una de las mesas principales, estrecha, larga y clavada directamente sobre la arena. Allí nos esperaban los niños y niñas, con curiosidad y para disfrutar de nuestra presencia. Sacamos una sandía, que fue recibida con gratitud. Nos enseñaron a hacer baleadas. Había una niña haciendo deberes. Algo pasó en ese momento, pero no recuerdo qué fue. Intento concentrarme, pero no consigo recordar esa anécdota.
La cena fue pescado frito con arroz, como casi todos los días. Qué bueno estaba el pescado. Me acordé de una vez en Galicia, en una comida en algún lugar, donde sirvieron pescado frito, y yo empecé a comerlo con cuchillo y tenedor. Alguien, con cierto desprecio, me dijo: “El pescado se come con las manos”. En ese momento recordé esa escena y me puse a comer aquel pescado frito, crujiente, fresco, sabroso, con las manos. Directo del mar. Qué bien sabía. Acompañado de arroz blanco y frijoles de guarnición. Y con un bote de salsa picante que me ofrecieron, y que eché generosamente sobre la guarnición.
—¿No quieren? —pregunté.
—No, eso es para los gringos.
Vale. Soy un gringo. Mierda —pensé.
Terminamos de cenar y fuimos a una plataforma vallada en la zona oeste de la isla a tomar unas cervezas y ver la puesta de sol. Estuvimos charlando, escuchando música, y yo fui el primero en irme a dormir. Debían de ser las doce de la noche.
Llegué a la cabaña y subí al desván. Me tumbé directamente en la cama que me pareció mejor. No recuerdo los criterios de elección, pero fueron definitivos. Sin pensar, con la ropa puesta, cogí lo primero que encontré como almohada y me puse a dormir, agotado tras un día entero de duro viaje.
Ya estaba prácticamente dormido cuando, de repente, sentí una perturbación en el sueño. Llegaron mis compañeras y se pusieron a "investigar" y "observar" con una linterna.
—Dejad de molestar a la fauna nocturna con la luz... A ver si se acuestan, carallo —pensé.
Me espabilé y sentí cómo me apuntaban a la cara con la linterna. No me jodas.
De repente, sonó un grito:
—¡Niño! ¡Un escorpión! ¡Un escorpión!
Me levanté, y efectivamente, allí estaba. Una criatura de unos diez centímetros de largo, con un aguijón enroscado e intimidante, algo que nuestra intuición nos advertía que era peligroso.
Libramos una larga e intensa batalla contra esa criatura. Diseñamos nuestras mejores estrategias de captura e ideamos todo tipo de trampas. En una de esas escaramuzas, una de mis compañeras sufrió un ataque directo, tras lo cual el enemigo se escondió y no pudimos hacer nada.
—¡Me picó! ¡Me picó!
Ese primer minuto después de aquel grito fue intenso y angustioso. Imaginad una picadura de escorpión, una de las criaturas más temidas y peligrosas de la Tierra. Salimos a buscar ayuda, pero ya era noche cerrada y no conocíamos el terreno. Al día siguiente, el Capitán nos dijo que nos oyó gritar, pero pensó que estábamos jugando. Jugando al escondite, supongo.
El lector estará pensando que éramos unos pesados molestando en mitad de la noche. Y sí, claro que lo éramos.
Pasado ese minuto, tuve una intuición, que la tensión del momento me había impedido materializar, y que más tarde nos diría el Pequeño:
—Si ese escorpión fuera mortal, no habría humanos en Chachahuate.
Y allí fuimos, en la oscuridad más absoluta, a buscar ayuda. Nos dijeron que fuéramos al mar a lavar la mano. El agua del mar sirve para todo. Fuimos, pero no era suficiente; necesitábamos la tranquilidad de alguien local. Los encontramos. En el paseo por la orilla, vimos a lo lejos dos figuras humanas, disfrutando de la noche. Fuimos a contarles lo que nos había pasado. Se rieron de nosotros, lo cual fue muy tranquilizador. Nos explicaron que le pusiéramos limón, que nos ofrecieron, y que la picadura no era peligrosa. Más adelante, aquella compañera sufrió la picadura de una abeja común, que, sin ser grave, fue más molesta que la del escorpión.
Una vez superado el incidente, pensamos dónde íbamos a dormir. El escorpión seguía en la habitación. Recuerdo que ellas fueron a buscar un lugar para dormir en la playa, y yo decidí regresar a la cabaña. Después de todo, pensé, si voy allí y no molesto a la fauna nocturna, no me molestarán y no habrá problema.
Llegué a la cabaña, subí, me tumbé y, a los cuarenta segundos, salí hacia la playa. La fauna nocturna ya estaba de fiesta, y el escorpión seguía allí, amenazado por nuestros ataques. No me sentí cómodo en la cabaña y fui a buscar un lugar en la playa. Encontré a mis compañeras hablando con el Pequeño, y él se reía de la historia.
Buscamos acomodo en la playa, donde dormimos lo mejor que pudimos.
A la mañana siguiente desayunamos y teníamos planeado ir al Cayo Menor. Una isla que, por mis deducciones, no era geográficamente un cayo, o al menos no según la definición que nos habían dado días atrás. Era una isla con altura, con cierto volumen y con cimientos rocosos evidentes. Cayo Grande y Cayo Menor se parecían un poco a las islas gemelas de la serie Perdidos. Allí íbamos a hacer una exploración y a buscar una especie de serpiente en peligro de extinción: la boa rosada.
Llegamos y nos adentramos en la isla. El Capitán iba descalzo, y yo lo imité. Prefiero ir descalzo que con chanclas por el monte, al menos por los senderos, y si miras por dónde pisas, no tiene por qué haber problema. Perdí (las dejé al pie del camino y desaparecieron) las chanclas con esa osadía, un objeto fundamental que después echaría en falta.
Había una fuente por el camino y llenamos unas garrafas de agua. Y almendras, que recogimos en abundancia para comer más adelante.
Encontramos la boa rosada, exploramos un poco y volvimos a la barca. Aunque antes vivimos una escena espectacular. El Pequeño subido a un árbol de mangos. A entre cinco y seis metros de altura, con la mano izquierda agarrado a una rama y equilibrándose con el pie izquierdo en otra, y con la mano derecha un palo intentando alcanzar una rama donde había un mango. Balanceándose a esa altura, con una seguridad brutal. Cayó el mango. Él bajó, recogió el mango, y nos fuimos.
Regresamos a Chachahuate a almorzar y a preparar la siguiente expedición: al Cayo Timón, una isla muy parecida a la del maestro Mutenroi.
Montamos en la barca y partimos. A mitad de camino, ocurrió algo que no esperábamos. Niño y el Pequeño saltaron de la barca ante nuestra sorpresa.
—¿Qué hacen? —preguntamos al Capitán.
—Pescar. Luego venimos a por ellos, no se preocupen, esto lo hacemos muchas veces.
Fue algo bastante impresionante. Se quedaron en mar abierto, con unas olas que, si bien no eran del Atlántico noroeste en la playa de Orzán, eran importantes y suficientes como para arrastrar a dos personas cientos de metros en las dos horas que iban a estar allí. No pudimos ocultar nuestra preocupación, pero seguimos hacia el Cayo Timón, a montar el campamento. Debían de ser las 16:00.
Llegamos al Cayo Timón. Era una isla de arena, con vegetación de palmeras de unos cien metros en dirección norte-sur, y una lengua que se adentraba en el mar hacia la puesta del sol. Una isla hermosa, el Cayo Timón.
En el extremo norte, una cabaña hecha de madera y hojas de palmera. Y a su izquierda, dos palmeras que servían de soporte para un refugio en el que nos dispusimos a montar el campamento. En ese momento hacía mucho viento, y para cortarlo en nuestra dirección intentamos construir un muro con ramas de palmera, atravesándolas entre los dos troncos que servían de parapeto, justo al lado de la cabaña.
Hecho ese trabajo, nos dispusimos a hacer el hogar. El fuego. Me puse a hacer un hoyo para encenderlo. Recuerdo que el Capitán miraba lo que hacía, sorprendido, y me dijo:
—¿Vas a hacer un agujero para el fuego?
—Claro.
Se dispuso a ayudarme. Hicimos un hoyo en el que fuimos poniendo yesca, ramas y cuerdas que sirvieran de ignición. Hicimos un círculo de piedras alrededor y fuimos acumulando leña más gruesa al lado. Cogí una rama larga y gruesa y la clavé en el centro del hoyo para que sirviera de apoyo a otras ramas cruzadas. El Capitán observaba, y creo que le resultaba curioso que un europeo, blanco y burgués, tuviera esas habilidades. En algún momento, mirando el fuego aquella noche, recordé a mi abuelo Vitor. Cuando era pequeño y me enseñaba a hacer fuego en la lareira del Puxigo. A hacer la estructura con palos gordos cruzados. Y poner cartones o bolas de papel y ramitas atravesadas. Encender y soplar.
Al anochecer, fui a buscar leña. Había un saco con unos troncos valiosos, lo vacié para usarlo como transporte. Regresé a la base y me dijeron:
—No cojas la leña del pescador.
—No os preocupéis —dije, ofendido de que pensaran que fuera capaz de eso—, la leña del pescador sigue ahí, usé el saco para transportar la nuestra, pero enseguida dejo todo como estaba.
Sentí que mi explicación era válida. En algún momento empezaron a llamarme el “Hombre del Fuego”. Algo que hoy me hace sentir bien. Porque el dominio del fuego es algo valioso, y lo aprendí de mi abuelo. Me recuerda quién era él, un superviviente del que tuve la suerte de aprender muchas cosas de forma directa. Hace que sienta algo primitivo dentro de mí, algo ancestral, que me conecta con mi ser humano profundo, una sabiduría milenaria.
Hecho el fuego y el asentamiento, el Capitán tenía que volver a buscar a los pescadores. Quise ir con él y allá fuimos. Eran cerca de las 18:00 y quedaba apenas una hora y media de luz.
Fuimos hacia la zona donde los habíamos dejado. Hacía mucho viento y mar de fondo. Cuando llegamos a ese punto, el rostro del Capitán se tornó serio, dejando atrás su carácter bromista, concentrándose en la situación. Me di cuenta e intenté concentrarme también para escuchar o ver algo, aunque resultaba muy difícil por el viento. Dimos vueltas en círculo durante casi media hora. El sol se ponía, yo no decía nada y me limité a seguir observando el mar. En realidad, no tendría por qué estar allí, solo era eso, un observador. De repente, el Capitán dijo:
—Están allí. Los escucho.
Yo no oía ni veía nada, pero sentí alegría y alivio cuando tomó una dirección recta y segura. Pronto vi dos figuras flotando en medio del mar. Llegamos junto a ellos y les ayudamos a subir. Esto puede parecer anecdótico, pero el hecho de ayudarles a subir es muy relevante. Estaban agotados. Realmente acababan de jugarse la vida. Silencio.
Llegamos a la isla, se cambiaron y fueron recuperándose. Trajeron varios kilos de langostas y caracolas, que pagaron con esfuerzo e innumerables picaduras de medusas. Fue una hazaña impresionante. Como los percebeiros gallegos, pensamiento que no me gustó, ni me gusta. Como comparar la muerte entre pueblos.
Después el Niño contó una historia. Que yo no recuerdo haber escuchado. Sobre un familiar suyo, que le gustaba nadar de cayo en cayo. Hablamos de varios kilómetros. Y un día, se fue, y nunca volvió.
—¿Y eso cuándo fue?
—Hace unos meses.
En ese momento, ya estábamos disfrutando de la noche. Y preparando la cena. Por desgracia, soy alérgico desde hace tiempo a los crustáceos. Se lo expliqué, y que solo podía comer caracolas, que no podía comer langostas.
—No hay problema.
Estaba la olla con el agua hirviendo, y unas caracolas. Y, de repente, metieron una langosta. Y dije:
—Pero… Yo no puedo comer langosta.
—Ya, no se preocupe, usted solo va a comer las caracolas.
Mierda. Sentí la gran debilidad que es ser alérgico a algo en una situación así. No sé si resistiría un ataque anafiláctico en medio de la nada, ni siquiera con mi kit, adrenalina incluida.
Terminamos de cenar y nos acomodamos alrededor del fuego. Lejos de la civilización. A disfrutar de la noche y de las estrellas. Era un momento especial en un entorno mágico.
No sé cuál fue el momento exacto en que sucedió esta conversación. Fue así:
—¿Saben? En Galicia, para hacer fuego tenemos que pedir permiso.
—¿Cómo que permiso? —dijo el Capitán, con tono incrédulo.
—Sí. Permiso. Si el Hombre del Fuego quiere hacer fuego, tiene que pedir permiso.
—Nosotros aquí no pedimos permiso para eso. Somos libres, soberanos e independientes —dijo el Capitán con rotundidad.
Aún puedo sentir el eco de esa última frase hoy en día. Cuánta sabiduría e inteligencia tenía el Capitán para resumir en una frase la política de su vida. Y hacerlo al momento, por intuición, sin pensar.
Dejamos los Cayos. Y al irme, pensé que ese pueblo era una especie de museo humano. Una anarquía bastante cercana a la primitiva de los cazadores-recolectores. Y ellos lo sabían. Y les daba igual.
Pienso en qué pasaría si algunas de esas personas vinieran a vivir a las ciudades superpobladas. Morirían, probablemente. Como meter a un pájaro salvaje en una jaula. Sería un crimen, como Matar a un ruiseñor. Siento una envidia profunda por su estilo de vida en libertad. Estamos muy equivocados si pensamos que ellos querrían vivir con nosotros, o que quieren que les llevemos desarrollo, o que viven en la miseria.
Hemos olvidado nuestra verdadera naturaleza, olvidado lo importante que es la Tierra, olvidado que ella nos da la vida, que es nuestro hogar, que nos acoge.
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